La imponente presencia del lince ibérico bajo la luna llena de enero
🎥 © Carlos de Hita
La lincesa Nigeria. (📸 © Carlos de Hita)
La presencia del zorro es incompatible con la del autor de unos maullidos secos, desgarrados, que cruzan la oscuridad. Emitidos por el mismo merodeador que un rato antes sembraba la alarma a su paso
Este es el relato de una noche de helada a la espera del lince. No vemos nada, pero el sonido nos cuenta, paso a paso, lo que está sucediendo y quiénes son los protagonistas.
Anticiclón de invierno. Algunas nubes, estratos muy altos que se recortan contra el cielo rojizo. No se mueve ni una gota de aire. Atardece y la temperatura se desploma.
Carreras por el monte, el grito de algún venado, roturas de ramas, reclamos de rabilargos a la huida. Cacareos y aleteos rápidos de perdices, un zumbido —brrrrr— apresurado. Señales de alarma que dibujan el camino seguido por un merodeador. Como una línea trazada en un mapa.
Noche cerrada. Frío inapelable bajo la luna llena de enero, la luna de hielo. Comienza la hora de los búhos reales. Cuatro, cinco, hasta seis ejemplares llaman desde todas las esquinas del monte. Lejos, el ladrido de un zorro suena como una interrogación. Y eso es raro, porque la presencia del zorro es incompatible con la del autor de unos maullidos secos, desgarrados, que cruzan la oscuridad. Emitidos por el mismo merodeador que un rato antes sembraba la alarma a su paso.
En la alta noche, en la hora más fría del año, el lince ibérico está en celo.
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